¿Cómo comienza?

 

            –Sólo tienes que cerrar los ojos, para que me encuentres en el silencio, siempre que me necesites –dijo Celeste con voz suave.

            La niña, cabizbaja, se quedó callada unos segundos, procurando contener las lágrimas que estaban a punto de brotar. Lentamente, levantó su rostro y descubrió que la mirada de Celeste, también estaba nublada.

            Una vez más, observó esos profundos ojos azules, tan claros y brillantes, que hasta podía ver reflejado en ellos su propio rostro. Celeste era el fiel reflejo de la belleza, una belleza indescriptible y serena, de la que se desprendía un luminoso resplandor.

            –Llora cuando tengas que llorar –le aconsejó Celeste–. Cuando te lo diga tu corazón.

            –Es que no he aprendido a escuchar al corazón –se justificó la niña–. No sé diferenciar todavía... A veces, siento que, muy dentro de mí, me dice cosas... Pero, luego, pienso que se trata sólo de mi imaginación.

              –¿Y de dónde surge la imaginación? –le cuestionó Celeste–. ¿Cómo saber, por ejemplo, si este momento es real o si sólo es un sueño?  

            La niña se quedó pensativa. 

            –La imaginación surge en la mente, pero se cristaliza en el corazón –prosiguió Celeste–. Hace mucho lo aprendiste, y luego lo olvidaste. Extraviaste a la niña aquella que creía en los sueños. 

            –Mis sueños –reflexionó la niña–. ¿Dónde quedaron?

            –En tu corazón, precisamente. Ahí está todo... Intacto.

            –Aquel mundo mágico de duendes y hadas... ¿Ahí está también? –se preguntó la niña, con un dejo de nostalgia–. ¿Dónde se quedaron mis sueños?

            Un par de lágrimas brotaron de sus ojos. Ya no pudo contenerse. Celeste la abrazó con ternura.

            –Llora, pequeña –le dijo, mientras le acariciaba su cabello–. No reprimas las lágrimas. No reprimas tus sentimientos. Deja que broten y vuelen hasta el infinito.

            El llanto de la niña se desbordó y se escuchó por todas partes, allá, en aquella colina majestuosa, perdida en medio del cosmos, rodeada de enormes y resplandecientes estrellas que parecían canicas. Hasta podían apreciarse los planetas contiguos. Una colina sumergida en el tiempo, en el espacio sideral.

            Con sus dedos, Celeste secó las lágrimas de la niña.

            –Sólo déjate guiar por tu corazón…

            La niña volvió a quedarse pensativa, mientras Celeste se arrodilló frente a ella, acarició su rostro y, finalmente, le dio un beso en la frente.

            –Llegó el momento, pequeña.

            –¡No, Celeste! ¡Todavía no! –repuso la niña, llorando todavía más. 

            –Cuando me necesites, ahí estaré –le aseguró Celeste–. Aunque tu mente olvide este momento, en tu corazón permanecerá el recuerdo.

            La niña la abrazó con más fuerza, como queriendo retenerla. Pero, en ese momento, la frágil figura de Celeste se desvaneció entre sus brazos, concentrándose en una diminuta chispa de luz que se postró en el pecho de la pequeña, para luego traspasar su cuerpo y llegar a su corazón.

            –¡No me dejes, Celeste! –gritó la niña–. ¡No te vayas, por favor!

      Sintiéndose sola y desprotegida, se desplomó sobre el suelo. Su llanto desgarrador, parecía que nunca iba a terminar. Hasta que, luego de un largo rato, secó sus últimas lágrimas. Levantó su cabeza y miró a su alrededor: el espacio infinito del que formaba parte. Y al pie de la colina, a una distancia más cercana, su amado hogar cósmico, la ciudad en la que había vivido en los últimos tiempos. ¿Años? ¿Siglos? Una ciudad sumergida en las nubes, con calles solitarias y edificios plateados. Ese lugar que le resultaba tan entrañable y reconfortante. Ahí había sido feliz, verdaderamente feliz, transportándose a donde quisiera, con sólo desearlo, sin barreras de distancia o tiempo.

            Como si flotara, inició el descenso, en medio de la noche, entre la bruma azul. Hasta que al pie de la colina, se encontró ante un profundo túnel. Un túnel por el que ya había transitado antes. Al fondo, a lo lejos, apenas se distinguía una diminuta luz. Mientras avanzó lentamente a lo largo del túnel, transcurrieron en su memoria, una tras otra, diferentes escenas que identificó como recuerdos del pasado y hasta del futuro, como si se tratara de una película, proyectada en su mente.

            De pronto, se encontró al final de túnel. La luz que antes parecía un punto insignificante, ahora era tan enorme y resplandeciente que casi la cegó. Ya fuera, percibió que alguien se acercaba. Supo al momento de quién se trataba, cuando identificó sus enormes alas blancas: un ángel como de dos metros de estatura. Aunque no pudo apreciar su rostro, no hizo falta. Sabía que era él: su Ángel Guardián. 
               Y en ese momento, una luz blanca los envolvió a los dos.